sábado, 22 de agosto de 2009

ELIXIRES DE AMOR

Los filtros amorosos se proponen la persuasión química e influyen sobre la voluntad ajena instalando en ella unos deseos, unas convicciones, una estética que resulte provechosa para el que realiza el hechizo.
Casi siempre es preferible que la víctima ignore que ha tomado un elixir de amor. Lo más corriente es mezclarlo con bebidas de uso común para que el afectado crea que sus ansiedades provienen de fenómenos soberanos.
Algunos filtros producen efectos solamente temporarios. Las pasiones despertadas duran un tiempo y luego la víctima vuelve a su anterior indiferencia o rechazo. Otros, más peligrosos, son definitivos y el damnificado sigue firme en su pasión, cuando el que lo embrujó ya se ha cansado.

En el antiguo Egipto, un joven noble llamado Imoteph se enamoró de la menor de las hijas de un general de Tebas. Consultó a unos hechiceros que habían llegado del Delta y éstos, después de averiguar el nombre secreto de la niña, le prepararon un filtro de amor perpetuo que —con toda malicia— disimularon en el interior de una golosina. Imoteph se las compuso para obsequiar a la muchacha con el avieso manjar y al poco tiempo ella lo amaba con furor.
Se encontraron varias veces en unos oscuros jardines vecinos al río. Muy pronto, el amor de Imoteph, que provenía sólo de su carácter apasionado y de su juventud, se fue apagando. Pero las pasiones despertadas por los filtros mágicos son mucho más pertinaces y la muchacha seguía ardiendo. Ella usó el poder de su padre para casarse con Imoteph. El muchacho, atemorizado, no tuvo más remedio que ceder.
Vinieron años infernales. Ella lo perseguía sin descanso. Besaba sus pies en los pasillos, lo acariciaba íntimamente en los banquetes, demandaba su pasión seis o siete veces por jornada, le hacía obsequios superfluos y enojosos y ordenaba a los tañedores de cítara que cantaran canciones en su honor. A veces, lo golpeaba o lo arañaba, a causa de unos celos que abarcaban a todos los seres vivos de las dos regiones del Nilo.
Imoteph trató de encontrar a los hechiceros que le habían preparado el filtro, pero éstos ya habían regresado al Delta.


Consultó entonces a los sacerdotes del templo de Amón, quienes después de amonestarlo por su trato con los magos, le juraron que no había remedio para su mal y que, en todo caso, su vejez o la de su esposa iban a atenuar los fuegos que tanto lo molestaban.
Entonces, sucedió algo que empeoró las cosas. Una bailarina de Cabiros se enamoró de él y, según parece, lo hechizó con algún elixir de amor.
Hubo varios encuentros en los jardines secretos. Una noche, saciada su lujuria, la dama se embarcó y no regresó jamás. Imoteph, abandonado por la mujer que amaba y acorralado por la que no podía amar, se quitó la vida con una espada en los jardines oscuros vecinos al Nilo, bajo la luz inherente de las estrellas.
El alcance de un filtro amoroso puede tener límites espaciales. Aunque parezca extraño, ciertas pociones mágicas sólo son eficaces en un área determinada. A veces, se trata de foros relativamente amplios, como un país o una ciudad. Otras veces, el efecto de un filtro se limita a un edificio o a una habitación.

Bernardo Salzman insistía en que su lecho tenía propiedades mágicas. Quienes se acostaban en él se enamoraban. El mueble —una venerable cama turca con elástico de flejes— había sido adquirido por veinte pesos al pianista Christos Nicolaiev que una noche, borracho, le juró a Salzman que era hechicero y búlgaro.
No estaba claro de quién se enamoraban los usuarios, ni cuánto duraba el efecto, ni si existían muebles antídotos en la misma habitación. En verdad, todos pensaban que aquel asunto era un invento de Salzman destinado a presentar sus más vulgares fornicaciones como cuentos de hadas.

Manuel Mandeb sostenía que un verdadero filtro amoroso debía ser estrictamente personal. Una poción de efectos generales, ineficaz para dirigir la pasión del embrujado hacia un beneficiario preestablecido, era para él un simple afrodisíaco.

Sin embargo, no siempre los hechizos dan en el blanco.
Michel Ney, uno de los mariscales de Napoleón, había planeado influir sobre el Emperador y ganar títulos y distinciones entregándole a su esposa, Madame Auguié.
Ella estaba muy bien dispuesta y confiaba absolutamente en el poder de su belleza. Muy pronto, empezó a seducir a Bonaparte del modo más vulgar: lo miraba con insistencia, abismaba sus escotes y se paseaba sola para facilitar encuentros clandestinos.
Como Napoleón ni la miraba, la señora resolvió administrarle un filtro amoroso. Consultó a una hechicera que vivía cerca del Luxemburgo. La bruja le preparó un horrible brebaje de sapos, murciélagos y cenizas. Para encajárselo al emperador, la pareja lo invitó a un baile de máscaras. Napoleón se tomó unas cuantas copas de un vino fuerte en el que habían disimulado la pócima. Al rato, poseído por una lujuria incontrolable, empezó a manosear a todas las damas presentes. Finalmente desapareció en un jardín con la señorita Sofía Serrault y una criada llamada Eleonora.
El baile terminó y Madame Auguié ni siquiera había bailado con Bonaparte. Esa misma noche, le dijo al mariscal Ney que renunciaba a su empresa de seducción.


Los Brujos de Chiclana hacen continua referencia al Manual de Filtros Mágicos, un libro que probablemente no alcanzaron a escribir y cuya ausencia justifican protestando que es secreto. En el capítulo cuarto, o a veces en el octavo, se habla de las equivocaciones en la administración de elixires.
Por razones que nadie conoce, el Error, que ronda todas las actividades humanas, es cien veces más frecuente en los embrujos de amor. Es casi inevitable que en estas historias se confundan las copas, se desvíen las flechas, se sustituyan las flores o se crucen hermanas menores. Los Brujos recomiendan aceptar estos accidentes como correcciones del saber oculto a nuestros deseos vulgares.
Nicanor Guaita, un vendedor de empanadas de la calle Yerbal, se enamoró de la famosa actriz Inés del Cerro, que solía comprarle pasteles de dulce de membrillo.
Con la intención de abolir la clásica incompatibilidad que se verifica entre las actrices y los pasteleros, Guaita le vendió un pastel engualichado.
Días más tarde supo que Inés no comía pasteles y que en realidad se los convidaba a sus alumnos de teatro. Decidido a no desperdiciar el relleno mágico, Guaita se anotó en aquellas clases para ver si descubría a la persona que se había comido el pastel.
Nadie parecía embrujado. Las chicas ni lo miraban. El hombre empezó a perturbarse poco a poco, hasta que su vida se convirtió en una perpetua búsqueda.

Perdida la compostura, Guaita se presentó ante Inés del Cerro y le preguntó a los gritos qué había hecho con aquel pastel.
Ante las objeciones de la actriz acerca de la imposibilidad de diferenciar un pastel de otro, Guaita insistió en que el suyo llevaba una marca inconfundible en una de sus alas.
En los años siguientes, Nicanor Guaita fue ingresando en terrenos de demencia lisa y llana. Cada vez que conocía a una mujer le preguntaba por pasteles comidos en casa de Inés del Cerro. Algunas le ofrecieron amor, pero él las rechazaba. Sólo estaba interesado en la que se había comido el pastel.
Fue envejeciendo solo y melancólico.
En sus últimos días, dejó de creer en los elixires de amor y no esperó más.

CORO
Los Brujos de Chiclana
conocen un filtro mágico.
Nadie sabe quién lo vierte
en nuestra copa,
nadie sabe en qué dirección
se manifestará su fuerza,
nadie sabe cuál será
la duración de su efecto.
Amigos de la juventud:
lo único que podemos saber
es que a veces nos enamoramos.

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